domingo, febrero 20, 2005

Aires de mi infancia = Ventoleras de mi presente

Exáctamente no sé qué es lo que me ha hecho recordar lo necesitada que estaba de pequeña de sentirme normal, de sentirme 'integrada' en la sociedad. Puede que sea ésta etapa por la que estoy pasando en la que lo analizo todo y todo me lleva al pasado, como si navegando por mi memoria y reconstruyendo mis vivencias encontrara el porqué de mi presente.

Durante mi etapa escolar mi vida estaba radicalmente dividida entre mi vida familiar y mi vida social. Mi vida familiar eran mis padres, mi hermano y el entorno de mis padres. El entorno de mis padres era el entorno de una pareja compuesta por un africano y una española que vivían de sus bares. Sí, mis padres tuvieron 3 bares. Dos en el Rabal y uno en el Borne, ambos barrios conflictivos ya de por sí, en los cuales mi hermano y yo aprendimos a movernos a nuestras anchas al salir de clase y durante los fines de semana.
Los bares de mis padres fueron básicamente bares africanos. ¿Qué significa eso? Que eran el lugar de reunión de inmigrantes provinientes del África negra, de Gambia, Guinea, Mauritania y Senegal, por poner un ejemplo. Mis padres abrían el bar a primera hora de la mañana y lo cerraban a última hora, lo que para ser un bar barcelonés significan las 3 de la madrugada. Allí servían desayunos, comida gambiana y senegalesa (aunque si pedías un filete con patatas fritas también te lo servían), meriendas y cenas. Mi madre cocinaba y mi padre servía cafés y cervezas mientras hacía gala de su extraordinario carisma y se iba ganando adeptos poco a poco. Sus adeptos eran sus 'paisanos'. Así se llamaban mútuamente unos a otros cuando entraban a pertenecer al Club de Mungo' (así llama todo el mundo a mi padre).
Los bares se hicieron muy populares en poco tiempo, lo mismo que la buena fama de Mungo, que se extendió por entre los estratos de la comunidad negra de barcelona, como se extiende una gota de aceite en contacto con el agua. Mi padre fué una especie de Vito Corleone africano en aquellos tiempos y mi madre interpretó a la perfección su papel de Cate, la amada esposa que lo ve todo y no lo aprueba pero vive de la ilusión de días mejores y sobre todo de muchos cambios. Y ese fue el estilo de vida que mamamos mi hermano y yo: africanos con sombreros de gangster jugando al poker a las dos de la mañana tarareando canciones de Bob Marley.
El segundo bar que tuvieron mis padres fué clausurado la noche en que un senegalés apuñaló a un guineano por haberle estafado 25 pesetas jugando a las cartas. Mi hermano y yo estábamos en la cocina del bar decidiendo el mejor método para cazar ratas.

Mis padres decidieron que lo mejor que podían hacer era abandonar el barrio del Rabal y trasladarse al Borne. Ahora el Borne es como una calcomanía del Soho neoyorkino, pero hace 20 años la atmósfera era muy diferente. Lo único que lo diferenciaba del barrio Chino de Barcelona era su situación geográfica: para pasar de un barrio a otro sólo tenías que cruzar una Avenida, la Vía Layetana. Pero encontrabas la misma mierda en ambos lados.

El bar del Borne se llamó directamente 'El Bar de Mungo'. No había cartel que lo identificara, pero fué llamado así por venia popular. No sirvió de mucho el cambio de zona porque los 'paisanos' de mi padre le siguieron fielmente. Le hubieran seguido al centro de la Tierra si hubiera hecho falta, así de convicente resultaba su carismática personalidad.
Por aquel entonces yo contaba con 8 años y mi hermano con 10.
Estuvimos en el Borne 2 años, lo cual me parece poco ahora, pues recuerdo aquella época como una de las más felices de mi vida. Y ya se sabe que cuando se es pequeño y se es feliz, el tiempo no transcurre.
A las pocas semanas del traslado, mi hermano y yo nos hicimos amigos de los otros niños del barrio. De aquellos días no guardo casi ningún recuerdo del colegio. Mi vida se centró por completo en mi 'pandilla'. Éramos unos diez niños. Yo era la más pequeña. Recuerdo nuestros juegos callejeros como una versión española de alguna película americana de los años 50 en la que un montón de niños sin camiseta hacen gamberradas como robar helados o remojarse con el agua de una boca de incedios.
Durante aquellos 2 años y rodeada de aquella gente aprendí muchas cosas. Aparte de ir en bici y las reglas del béisbol, aprendí que la pobreza no riñe con la felicidad, que un amigo era alguien que lloraba si te decepcionaba, aprendí que existen dos clases de personas en el mundo, las que vivien bien y se creen mejor que los demás por vivir bien, y las que viven mal y tienen desarrollado un alto sentido de la tolerancia. También tuve un primer despertar sexual, pero eso es ya es otra historia.

Evidentemente mi vida en 'el barrio' distaba mucho de ser igual o remotamente parecida a mi vida en el colegio. Vivíamos en otro barrio y el colegio lo teníamos a 10 minutos de casa.
Mi cole era un colegio privado de curas claretianos, de pago. Pero mis padres nos 'colaron' a mi hermano y a mí sin tener que pagar ni una solo mensualidad por ser los sobrinos-nietos de un ex-alumno honorífico: un chaval que tras graduarse decidió que la mejor manera de propagar apalabra del Señor era alistarse a las misiones claretianas de Sur-América.

Los niños que asistían a nuestra escuela eran en su gran mayoría hijos de 'gente bien', cristianos respetables que vivian en enorme pisos del Eixample y que cuando acababan las clases se dedicaban en cuerpo y alma a hacer catequesis o extraescolares como patinaje artístico, judo o ajedrez.
En nuestra lucha por sentirnos como los demás, nosotros también intentamos participar de la vida 'extra-escolar'. Yo estuve apuntada a patinaje, baloncesto y natación. Cuando me cansaba de lo uno, me desapuntaba y probaba con algo diferente. Estas tres actividades me duraron poco. Nunca fuí demasiado popular y nunca se me dió demasiado bien ninguno de los 3 deportes. El que peor se me dió fue el patinaje pues no sólo no me atrevía a girar sobre ruedas sino que me negaba a ponerme minifaldas con medias blancas para practicar. El que mejor se me dio fue el baloncesto, incluso me apodaron 'Norris'. Pero tampoco fue suficiente para hacerme olvidar que a 6 escasas paradas de autobús MIS AMIGOS estaban comiendo pipas tirados en un banco en frente del Mercado del Borne.

Al cabo de 2 años mi madre tuvo que cerrar el bar. Mi padre había sido encarcelado junto con un par de sus 'paisanos' por tráfico de cocaína en Dinamarca. El resto de los 'paisanos' dejaron de ir al 'Bar de Mungo' porque Mungo ya no estaba allí. Y claro, la población blanca del Borne no se atrevían ni a pasar por delante de la puerta y mucho menos a comerse uno de esos extraños platos de arroz con salsa verde y pescado.

Mi padre se fué, mi madre se buscó otro trabajo como camarera en un bar ajeno, y mi hermano y yo tuvimos que olvidarnos de nuestra 'pandilla' y hacernos otra con los amigos del cole. No fue fácil, y para ser sinceros no creo que yo lo consiguiera del todo. Mi hermano sí, porque él heredó la voluble sociabilidad de nuestro padre. Yo sólo heredé sus malas costumbres.

Al año de que mi padre estuviera encerrado en una prisión de Copenhague, los tres pasamos un verano en esa ciudad para vernos todos 'bis-a-bis'. Mi padre no me creyó cuando le dije que había hecho la comunión y que llevaba gafas para leer. No me creyó, y tampoco me creyó cuando le expliqué que el 80% de los niños de mi clase usaban gafas y habían hecho la comunión.
No me creyó porque nunca vino a recogerme al cole y nunca asistió a una reunión de padres. Mi padre nunca tuvo idea de lo que de la educación o el tipo de vida que respiré en el cole. Para él sólo existía su mundo, 'El mundo de Mungo', mientras que yo tuve que apañármelas lo mejor que pude en los dos, el suyo y el mío. No le reprocho nada. Ahora ya no. Porque las cosas han cambiado mucho, él ha cambiado mucho y nuestros respectivos mundos también. El suyo ya no me interesa, se ha disipado y ha perdido valor. Él mismo lo repite constantemente.

Pero como si de un problema de lógica se tratara me encuentro ahora señalando las premisas de estas vivencias, poniéndolas por escrito y tratando de averiguar la conclusión. Mi conclusión es vana y difusa. Me suspenderían por ella. Lo único que sé es debo llegar a una clara y concisa porque, en parte, mi felicidad depende del valor de verdad que adquieran los silogismos de mi vida.

Y basta ya por hoy.

3 comentarios:

Poledra dijo...

Todo lo vivido nos enseña, es nuestro background, lo que evaluamos y nos ayuda a ver el mundo de un modo y saber donde tirar.

Me ha encantado tu definición de amistad.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Felicidades

zifrah dijo...

sista...eres mi nueva J.K.Rowling!!!!!
te kiero!