domingo, noviembre 14, 2004

Enséñame la Pasta

Últimamente no me cabreo tanto como antes, mis amigos son testigo de ello. Pero supongo que ellos no están presentes siempre que decido entrar en una tienda para comprar algo (esas pequeñas necesidades o caprichos de la vida), porque entonces, a la hora de pagar, mi fuero interno se transforma cuál Dr. Jeckyll y Mr. Hide.

¿Que a qué me refiero? A que me cabrea el precio de la gasolina, el precio del tabaco, el precio de un cortado, el precio de una vela, el precio de la pega, el precio de un donut, el precio de los tampax y compresas, el precio de un bote de nivea, el precio de las pilas, el precio de un carrete de fotos, el precio del queso, el precio de las revistas, el precio del cacao de los labios, el precio un shawarma, el precio de una agenda, el precio del topionic, el precio de una tarrina pequeña de haggen dazs, el precio (o precios) de un té del starbucks (que por cierto, alguien debería decirles que no hace falta que lo sirvan a 70 grados farenheit-mi lengua aún grita de dolor), el precio del hilo de coser, el precio de las chuches, y sobre todo, el precio de unos pantalones Diesel (porque jamás podré permitirme unos).

Os acordáis de cuándo un donut valía 45 de las antiguas pesetas, y tu semanada consistía en 3 de los actuales euros, y te lo gastabas todo en chuches que no te acababas en tres meses y te dedicabas a saltar a la comba y a cantar: "-toc-toc/quién es/el cartero/qué quería/una carta/para quién/para usted/¡¡¡DÉSE LA VUELTA QUE NO HAY DINERO!!!"

Qué paradójico, ¿no os parece? Es como La Profecía, pero en vez del simbolito diabólico ese, nos han grabado a fuego una cirsa gigantesca en todas las entrañas. MAMA, TENGO MIEDO...

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